(¯`•._)Pink Piggy Ballerina(_.•´¯)

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Wednesday, March 08, 2006

Chocoramo


Cuenta la leyenda que el señor Rafael Molano soltaba el lápiz a las 12 en punto, echaba la silla hacia atrás y se agachaba para sacar el portacomidas del último cajón del escritorio. Entonces le decía permisito doctor a la silueta que se recortaba del otro lado del vidrio esmerilado, silueta que respondía siga Molano, y se dirigía al comedor en donde tras colgar el saco del espaldar de la silla, desabotonarse el chaleco y remangarse la camisa procedía a compartir un merecido almuerzo junto con sus compañeros de oficina. Entre bocado y bocado de sobrebarriga, entre cucharada y cucharada de mute, intercambiaban sus opiniones acerca vaya uno a saber de qué: de las últimas intrigas de "El derecho de nacer", del rumor de un ataque perpetrado por un grupo de jóvenes cubanos a un cuartel del dictador Batista o del triunfo fenomenal de "El Zipa" Efraín Forero como campeón de la primera vuelta a Colombia en bicicleta. Y así avanzaba plácidamente la hora del almuerzo. Entonces en un momento dado el señor Rafael Molano iniciaba un ritual que los comensales seguían con el alma en vilo: Molano le echaba una mirada a su reloj de pulsera y como comprobaba que faltaban diez para la una, estiraba el brazo hasta el envoltijo que permanecía junto al portacomidas, lo desenvolvía cuidadosamente y ayudándose de una servilleta tomaba entre sus dedos el contenido. El silencio caía como un costal de arena sobre el salón, bocados a medio masticar quedaban inmóviles dentro de las bocas, vasos de sorbete de curuba detenidos en el aire y las conversaciones se hundían en el suspenso mientras una docena de dilatadas pupilas contemplaban absortas cómo ese esponjoso ponqué blanco desaparecía deprisa tras los dientes blancos del señor Molano.

Alguna noche durante la cena el señor Molano le dijo a su mujer que para mañana tuviera la bondad y le empacara una tajada extra de ponquecito, que se lo iba a vender a un compañero. Tan pronto como terminó de guardar la loza, hacendosa, la señora de Molano horneó el bloque de ponqué que habría de tazarse para toda la semana y no lo retiró del horno hasta cuando estuvo panzudo y con la corteza justo a punto de reventar. Hecho esto recortó dos cuadrados iguales de papel parafinado y sobre ellos dispuso las dos tajadas de ponqué que empacaría la madrugada siguiente: no era cuestión de estarle sofocando la frescura a un ponqué recién hecho. Quien sabe si puedan imaginarlo en toda su grandeza, pero el caso es que después de que la señora Molano apagó el interruptor de la luz, la penumbra y el frío se extendieron por la cocina, una gata maulló desde un tejado cercano y allá sobre el helado mesón de lata dos tajadas de dorado ponqué blanco dormitaban sin saber que estaban destinadas para la gloria de ser llamadas "pioneras", y al hacerlo emitían un brillo especial.

Los Molano no supieron en qué momento el encargo diario de un ponquecito extra se convirtió en negocio, lo cierto es que cuando en cierta ocasión ya bien entrada la noche la señora Molano se vio a sí misma mezclando la masa de azúcar, mantequilla, harina y huevo en la tina de la casa, miró a su marido. Él, que rodeado de ponqués como si de una bandada de pingüinos se tratara hacía la contabilidad, encontró su mirada con la de ella y sin necesidad de decírselo los dos supieron que el momento había llegado. Entonces el señor Molano renunció a su trabajo, trabajó los treinta días de preaviso como corresponde a la gente decente, fue a la notaría séptima y le dijo al notario: tenga la amabilidad de registrarme la marca RAMO S.A. -acrónimo de Rafael Molano- y sea tan formal de patentarme este logosímbolo que usted ve acá y que el maestro aquí a mi derecha ha dibujado con tanta maestría.

Ya son 50 años de eso y así lo anuncia el detalle en la esquina del empaque de Chocoramo, sin duda el producto de mayor reconocimiento que tiene la marca. Pero, ¿qué es lo que ha hecho grande a los productos RAMO? Sin duda esa condición de tentempié que por un módico precio espanta el hambre a cualquier hora del día llámese desayuno, medias nueves, almuerzo, onces o comida y que combina indistintamente con gaseosa, cerveza o kumis. Pero también los ha hecho grandes el orgullo de su marca, una marca que consciente o inconscientemente le ha apostado a la tradición y que no se ha equivocado: ha pasado de largo ante la trampa en que se han hundido las mejores marcas colombianas con el cuento chino del branding y el rediseño de imagen. 50 años con el mismo logo, 50 años con el mismo empaque que deja ver el interior para que el consumidor tenga plena seguridad de lo que esta comprando, son 50 años de calidad, respeto y lealtad. Parece increíble pero así es, corrían los años en que Santafé ganaba campeonatos y ahí estaban el Chocoramo y sus hermanos: una familia clave en la historia de los productos populares colombianos, imprescindible en el inventario de un tendero, irremplazable en nuestros corazones. Por eso nada más acertado que esa brillante idea que Paulo Lecuona y Camilo Turbay pusieron a circular hace un tiempo en docenas de camisetas: un maravilloso logo de RAMO que no dice "RAMO", dice "AMOR".

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